martes, 19 de junio de 2012

LOS TRES ENTIERROS DE TRUJILLO

Por: Raifi Genao

En la apoteosis de su megalomanía, el «Padre de la Patria Nueva», un déspota que se había dado maña para adueñarse del poder, mandó a construir, en 1947, un templo de sultán en el lugar de la casa de madera con tejado de zinc donde había nacido en 1891, en el poblado de San Cristóbal, a unos 30 kilómetros al oeste de la capital dominicana llamada entonces y ahora Santo Domingo. En esa iglesia, dedicada a Nuestra Señora de la Consolación y con 1.200 metros cuadrados de planta, una cripta con doce nichos esperaba a los Trujillo. Solo el tirano ocupó el suyo, pero sería por poco tiempo.
 


A mediados de noviembre, ya muerto el dictador Rafael Trujillo, una noche, su hijo «Ramfis» y unos secuaces suyos fueron en busca de «Chapitas» a la cripta de San Cristóbal. Cuando abrieron el ataúd sintieron un hedor insoportable. La visión del cadáver ennegrecido hizo que el general «Ramfis» se llenara de rabia e incluso maldijera a aquellos criminales. El difunto no se había descompuesto posiblemente debido a que el embalsamador lo atiborró de formol. La disolución del aldehído fórmico rebosó por las arterias agujeradas por las balas y entró a raudales y por todas partes en el cuerpo de «Chapitas».
 


«Ramfis» Trujillo trataba de evitar que el pueblo descargara su ira en el cadáver de su padre. Despachó al difunto y una jugosa fortuna con destino a Cannes, en el fantástico «Angelita», un lujoso yate de cuatro mástiles con 29 velas bautizado con el nombre de su hermana. Antes de zarpar, por la noche, sobre la cubierta, el féretro volvió a ser abierto. La imagen del muerto era fantasmal, horrible, pavorosa y maléfica, y cargada de un mal olor insoportable, según testigos. Cuando el general «Ramfis» dejó para siempre Santo Domingo llevaba 33 cadáveres, a su amante Hildegarde, la bella corista del Lido parisino, de la que no se volvió a saber, y una fortuna desproporcionada de la que ni el mismo sabia sus dimensiones.


Aquel 18 de noviembre de 1961, antes de zarpar desde Boca Chica hacia la isla caribeña de Guadalupe en el «Presidente Trujillo», un destructor de 1.340 toneladas de desplazamiento convertido en yate, «Ramfis» había matado, uno tras otro, a los seis últimos autores del tiranicidio que aún quedaban presos, en una orgía de sangre, alcohol y balas, en su finca preferida, la Hacienda María, que mira al mar por los alrededores de Nigua en Haina, muy cerca de San Cristóbal. Aquel negro atardecer, «Ramfis» usó el revólver del 38 que fue de su padre. Sentía que había saldado todas sus deudas. Desde Guadalupe, Ramfis voló a Paris en un avión que previamente había fletado acompañado de todo su séquito. El resto de los Trujillo, entre ellos la madre del dictador, Altagracia Julia Molina Chevalier, de 96 años, fue mandado al extranjero en sendos aviones «DC-6» de la Panamerican, en los días inmediatos a aquella partida apresurada.


Pero Rafael Leonidas Trujillo Molina volvería pronto a su país. El gobierno conminó al «Angelita» a retornar cuando estaba a 1.535 millas náuticas (unos 2.850 kilómetros) de Santo Domingo. De regreso al país buscaron a bordo un tesoro que la imaginación popular cifraba en 90 millones de dólares en efectivos y muchos lingotes de oro, pero sorpresivamente hallaron a «Chapitas». Abrieron el ataúd y sobrecogidos vieron y olieron al «Chivo», que había adquirido el color del pellejo seco. Alguien hizo fotos que misteriosamente se velaron. Aparecieron en el yate cheques certificados por 24 millones de dólares, una importante suma en dinero nacional, las medallas y condecoraciones a las que tan aficionado era desde niño «Chapitas» -de ahí el mote-.

Segundo entierro-Paris, Francia

 Después el cadáver fue despachado por avión a Paris en un DC-7 de la compañía Panamerican. Antes del embarque, Trujillo fue aireado por quinta vez, para certificar que se iba. Los oficiales que lo vieron en la base aérea de San Isidro, el centro del poder militar de la dictadura, estuvieron inquietos y nerviosos por días. Sólo algunos pocos dominicanos estuvieron al tanto del retorno inesperado y poco deseado del «Chivo».


En el aeropuerto de Orly de París, a la Gendarmería francesa no le convenció la respuesta del embajador dominicano, Carlos Ronsemberg. De modo que mandó abrir el ataúd de caoba, que se llenó del aire frío parisino de diciembre. Una vez los papeles en regla, «Chapitas» bajó a su segunda sepultura en poco tiempo, esta vez casi en solitario. Pero el pérfido sultán antillano no podía durar mucho en el mausoleo de 45.000 dólares que le habían comprado en el más famoso de los cementerios franceses: el Père Lachaise. ¿Qué hacía allí un personaje emplumado de opereta tropical como él en compañía de Chopin, Modigliani, Apollinaire, Proust, Beethoven, La Fontaine, Moliere, Balzac, Ingres, Delacroix, y tantos otros?



«Ramfis» Trujillo se olvidó pronto de su padre y siguió su buena vida. Cuando se cansó de París, se mudó a Madrid, bajo el manto protector del gran amigo de su familia y todopoderoso, el Generalísimo Francisco Franco. Se aseguraba con convicción que los Trujillo habían amasado una fortuna de 800 millones de dólares, cifra fabulosa en 1961 y descomunal para un país con tres millones de habitantes y una renta media de 210 dólares anuales por persona. Juan Bosch, cuando fue presidente dominicano en 1963, cifró el robó en 250 millones de dólares. Fuere la cantidad que fuese, los Trujillo se enredaron en pleitos por la fortuna. «Chapitas» había nombrado herederos a su última esposa María Martínez Alba y sus tres retoños, en detrimento de los hijos nacidos de diferentes relaciones, entre ellos Flor de Oro, aquella mujer bravía que tuvo ocho maridos, y una treintena larga de bastardos. La tajada del león del botín de Trujillo estaba depositada en Suiza, pero a María Martínez la clave de la cuenta se le traspapeló en su memoria senil. El secreto se fue con ella a la tumba en el mismo taxi que llevó su cadáver al cementerio en Panamá, donde la gruesa y malhumorada viuda de Trujillo murió de forma natural.


A los ochos años del desenterramiento de «Chapitas» en San Cristóbal, la maldición alcanzó finalmente a «Ramfis» en España, cuando estrelló a gran velocidad su auto deportivo contra el de la marquesa de Alburquerque en la carretera N-1, en los alrededores de Madrid, un extremadamente frío y oscuro 17 de diciembre de 1969. Ingresado en el hospital de la Cruz Roja, «Ramfis» rehusó el tratamiento médico y acabó muriendo de un derrame interno el 28 de diciembre de 1969, paradójicamente el día en que la Iglesia católica, en la que él creía, celebra cada año los Santos Inocentes. «Ramfis» tenía 40 años. Dejó viuda a Lita y dos hijos, Ricky y otro llamado Ramsés, como el capitán de la guardia del faraón en «Aída». A su funeral asistió el exiliado ex presidente argentino general Juan Domingo Perón, agradecido con «Chapitas», que le había acogido en enero de 1959 tras la caída del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, quien lo cobijaba en Caracas. Antes, a Perón le había protegido el general paraguayo Alfredo Stroessner y en España después lo haría el Generalísimo Franco. El cadáver de «Ramfis» Trujillo Martínez fue enterrado en un nicho del cementerio madrileño de La Almudena, pero no por mucho tiempo. Rafael Leonidas Trujillo Molina tuvo más tarde de eso su tercer y último entierro.

 Tercer entierro-España


Exhumado en París fue llevado a Madrid para ser sepultado en un panteón en el cementerio de El Pardo, un pueblo en los alrededores de la capital española, con un palacio donde vivía entonces su buen amigo el dictador Franco. La iniciativa, nueve años después de ser llevado a París, fue de María Martínez, natural de un pueblo de Cádiz (Trujillo se casó tres veces y tuvo ocho hijos).

Seguramente cuando Trujillo visitó allí a Franco, en junio de 1956, le sedujo aquel paisaje europeo de bosque de pino, poblado de animales de caza mayor, donde tantos reyes españoles habían gozado. En El Pardo, en la vecindad de Franco, Trujillo, que tanto le gustaba este lugar quedaba a buen recaudo. El 24 de junio de 1970, los cadáveres de «Ramfis» se reunión con el de su padre en aquel panteón de 25 metros cuadrados forrado con placas de mármol negro. Nadie los ha vuelto a molestar. Ni Lita Trujillo ni Ramsés, que continúan en su particular «dolce vita». «Por aquí no viene nadie», dice el sepulturero del cementerio de El Pardo parado frente a aquella tumba de mármol negro cuyo techo se desplomó en 2007, y mientras señala el cielo raso de escayola caído dentro del mausoleo.



La luz de un mediodía primaveral se filtra por la puerta de cristales enrejados y a través de cuatro vitrales con imágenes del culto católico, entre ellas la Virgen de de Altagracia, la patrona dominicana. En tres altares hay dispersos objetos de culto: dos imágenes de vírgenes, un atril y varios búcaros de mármol blanco, abandonados de cualquier modo. Por el altar del fondo se baja a la cripta de los dos Trujillo, un espacio tan reducido que contrasta con la pirámide faraónica de San Cristóbal en la que el dictador imaginó que reposaría hasta el juicio final. Es exactamente de las mismas dimensiones que el dormitorio de la tercera planta de su casa preferida, la Casa de Caoba donde el sultán antillano continuamente se ejercitaba como todo un macho cabrío.
 




Fuente:

http://lavendatransparente.wordpress.com/category/politica-y-sociedad/page/3/




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